Se suele llamar Escuela de traductores de Toledo a, en realidad, una serie de inciativas culturales dispersas y no limitadas solamente a la ciudad de Toledo, pero que obedecían a un plan e impulso común, emprendidas y protegidas por el rey de Castilla Alfonso X el Sabio para trasladar al latín y al castellano los conocimientos de la ciencia árabe, que permanecían ignorados por el resto de la Europa medieval, salvo algunas esporádicas traducciones realizadas en la corte de Sicilia. El rey Alfonso X había alcanzado un gran amor al saber, sobre todo gracias a la afición a esas materias que le había inculcado su madre, Beatriz de Suabia; por otra parte, el pensamiento del rey, que era políglota y había compuesto obras en castellano y gallego y se hallaba obsesionado por conseguir la corona del Sacro Imperio Romano-germánico, le convencieron de la necesidad de compilar el conocimiento necesario para regir sabiamente, a la manera de Salomón, tan diversas naciones; como descendiente de gibelinos que era, además, siempre defendió el Regalismo y la independencia de la política real respecto a los intereses no siempre religiosos del papa, contra el que de hecho se enfrentó repetidas veces. Esta diferenciación de un conocimiento profano separado del religioso es esencial para entender la profunda y humanista raíz del proyecto de renovación cultural del rey Alfonso.
A partir de 1085, año en que Alfonso VI conquistó Toledo, la ciudad se constituyó en un importante centro de intercambio cultural. El arzobispo don Raimundo Jiménez de Rada quiso aprovechar la coyuntura que hacía convivir en armonía a cristianos, musulmanes y judíos auspiciando diferentes proyectos de traducción cultural demandados en realidad por todas las cortes de la Europa cristiana. Por otra parte, con la fundación de los studii de Palencia y de Salamanca por Alfonso VIII y Alfonso IX, respectivamente, se había propiciado ya una relativa autonomía de los maestros y escolares respecto a las scholae catedralicias y en consecuencia fue estableciéndose una mínima diferenciación profana de conocimientos de tipo preuniversitario, que ya en tiempo de Fernando III va acercándose a la Corte y no espera sino la protección y apoyo decidido de un monarca para consolidarse por entero. Alfonso X el Sabio alentó el centro traductor que existía en Toledo desde la época de Raimundo Jiménez de Rada que se había especializado en obras de astronomía y de leyes. Por otra parte, fundará en Sevilla unos Studii o Escuelas generales de latín y de arábigo que nacen ya con una vinculación claramente cortesana. Igualmente, fundará en 1269 la Escuela de Murcia, dirigida por el matemático Al-Ricotí. Es así, pues, que no cabe hablar de una Escuela de traductores propiamente dicha, y ni siquiera exclusivamente en Toledo, sino de varias y en distintos lugares. La tarea de todas estas escuelas fue continua y nutrida por los proyectos de iniciativa regia que las mantuvieron activas al menos entre 1250 y la muerte del monarca en 1284, aunque la actividad de traducción no se ciñera exclusivamente a ese paréntesis.
Conocemos algunos nombres de traductores: el segoviano Domingo Gundisalvo, que traducía al latín desde la versión en lengua vulgar del judío converso sevillano Juan Hispalense, por ejemplo. Gracias a sus traducciones de obras de astronomía y astrología y de otros opúsculos de Avicena, Algazel, Avicebrón y otros, llegaron a Toledo desde toda Europa sabios deseosos de aprender in situ de esos maravillosos libros árabes. Estos empleaban generalmente como intérprete a algún mozárabe o judío que vertía en lengua vulgar o en latín bárbaro las obras de Avicena o Averroes. Entre los ingleses que estuvieron en Toledo se citan los nombres de Roberto de Retines, Adelardo de Bath, Alfredo y Daniel de Morlay y Miguel Scoto, a quienes sirvió de intérprete Andrés el judío; italiano fue Gerardo de Cremona, y alemanes Hermann el Dálmata y Herman el Alemán. Gracias a este grupo de autores los conocimientos árabes y algo de la sabiduría griega a través de estos penetró en el corazón de las universidades extranjeras de Europa. Como fruto secundario de esa tarea, la lengua castellana incorporó un nutrido léxico científico y técnico, frecuentemente acuñado como arabismos, se civilizó, agilizó su sintaxis y se hizo apto para la expresión del pensamiento, alcanzándose la norma del castellano drecho alfonsí.
[escribe] Bibliografía
Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa medieval castellana.Madrid, Cátedra, 1998, 2 vols.
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